Cuentan que un pequeño vecino, de un gran taller de escultura, entró un día en el estudio de un escultor y vio en él un gigantesco bloque de piedra. “Y dos meses después, al regresar, encontró en su lugar una hermosa estatua ecuestre. Y, volviéndose al escultor, le preguntó: “¿y cómo sabías tú que, dentro de aquel bloque, había un caballo?”.
La frase del pequeño era bastante más que una “gracia” infantil. Porque la verdad es que el caballo estaba, en realidad, ya dentro de aquel bloque. Y que la capacidad artística del escultor consistió precisamente en eso: en saber ver el caballo que había dentro, en irle quitando al bloque de piedra todo cuanto le sobraba. El escultor no trabajó añadiendo trozos de caballo al bloque de piedra sino liberando a la piedra de todo lo que le impedía mostrar al caballo ideal que tenía en su interior. El artista supo “ver” dentro lo que nadie veía, ése fue su arte.
Pienso todo esto al comprender que con la educación de los humanos pasa algo parecido. ¿Han pensado ustedes alguna vez que la palabra “educar” viene del latín “ educare”, que quiere decir sacar de adentro? ¿Han pensado que la verdadera genialidad del educador no consiste en “añadirle” al niño las cosas que le faltan sino en descubrir lo que cada pequeño tiene dentro al nacer y saber sacarlo a la luz?.
Ser hombre no es copiar nada de afuera, no es ir añadiendo virtudes que son magníficas, pero que tal vez son de otros. Ser hombre es llevar a su límite todas las infinitas posibilidades que cada humano lleva ya dentro de sí.
El educador no trabaja, como el pintor, añadiendo colores, o formas. Trabaja como el escultor: quitando todos los trozos uniformes del bloque de la vida y que impiden que el hombre muestre su alma entera tal y como ella es.
Un buen padre, un buen educador, un buen auto- educador, es el que sabe ver la escultura maravillosa que cada uno tiene en su interior.
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